Hay muchas veces que me siento en soledad a quejarme de algo que pasa a mi alrededor. La gran mayoría de veces me quejo de cosas que yo mismo podría cambiar —si tan solo quisiera pagar el precio.
Mi lógica de pensamiento va a algo así. Hay algo que sucede que no me gusta. Lo evalúo y decido que esto no debiera ser así y que el mundo de alguna manera está siendo injusto conmigo. Una voz dentro de mi insistentemente repite que “este problema no me debiera pasar a mí.” Me siento indefenso y empiezo a buscar una salida, un escape. Si esto va a ser así de difícil, pues mejor lo dejo. No quiero nada que ver con esto.
Ahora que lo escribo me doy cuenta de lo ridículo que suena. No tiene ningún sentido y si le hubiera hecho caso a este dialogo interno no hubiera logrado ni un cuarto de las cosas que he logrado en mi vida. Lo que sí es cierto es que ese dialogo es real y me genera muchísima incomodidad y ansiedad. Me resta motivación y hace que las cosas sean mucho más difíciles de lo que en realidad son.
Creo que el antídoto perfecto para contrarrestar esta manera tan precaria de pensar empieza con recordar que nadie me debe nada. Que si quiero que un problema que está enfrente de mi desaparezca soy yo el que debe hacer el trabajo de desvanecerlo. Nadie lo tiene que hacer por mí. Si quiero la recompensa y poderla disfrutar plenamente tengo que estar dispuesto a pagar el precio que vale. Me tengo que adueñar de mi vida.
¡Claro! Ahora lo veo con tanta claridad. Cada vez que me empiezo a quejar y me dan ganas de dejar de luchar por algo es porque no estoy dispuesto a pagar el precio de lo que cuesta. No es que el mundo esté siendo injusto conmigo. Nadie me deba nada.
Viéndolo así tengo dos opciones, pagar el precio necesario y obtener lo que quiero o ser sincero conmigo mismo y reconocer que me perderé de lo que quiero por no querer pagar el precio.