Ser exigente y pedir lo mejor que alguien más puede dar es más fácil para algunas personas que para otras. Pareciera ser que para la gran mayoría es algo bastante incómodo y difícil de hacer. Espero con las siguientes palabras facilitarles el proceso.
En la cultura occidental hay una creencia muy arraigada que ser exigente de alguna manera equivale a ser una persona mala o ser intransigente. En el caso particular de Guatemala la expresión que viene a la mente es “ser mala honda”.
Esta dificultad de poder ser demandante —dentro de obvios límites éticos— limita mucho el desarrollo de un grupo de personas. La falta de exigencia afecta tanto a las personas que no exigen como a aquellas que no se les está motivando a dar lo mejor que tienen dentro.
Y es esto precisamente lo que es exigir —invitar a alguien a estar inconforme y buscar dar más. Es un reconocimiento abierto de que la persona lo puede hacer mejor. Es una inconformidad sana que busca crecimiento personal. Es un regalo.
Es un regalo por qué para que alguien llegue a exigir y “subirle la barra” a otra persona se tuvo que incomodar. Tuvo que pasar por el proceso de sentir ese nudo en la garganta y las mariposas en el estómago que todos sentimos cuando le vamos a decir a alguien que lo que hizo no está a estándar y que lo debe hacer mejor. El regalo es cada vez más especial conforme el rendimiento que se exige va subiendo de nivel.
Exigir es una calle de doble vía que beneficia a todos los involucrados. La persona que da el regalo de exigir recibe el privilegio de desarrollar y crecer a otra persona que quiere crecer. La persona a la que se le exige recibe el regalo de que alguien más le tenga suficiente aprecio como para incomodarse por ayudarlo a crecer. Exigir es un maravilloso intercambio cuando se sabe hacer bien. Empieza a crear un cultura de exigencia.