El gato que luchó hasta poder dormir

Erase una vez un cariñoso gato que no le gustaba darse por vencido. Una vez que encontraba algo que quería no se detenía por nada hasta lograrlo. Es cierto, está actitud muchas veces le causa muchos problemas pero al final de cada aventura Fluffy usualmente se sale con la suya.

Y hoy el desenlace no fue para nada diferente. Fluffy, al igual que siempre, identificó algo que quería con todo su corazón y lo empezó a perseguir con todas sus fuerzas. Resulta ser que lo que quería este perseverante gato el día de hoy era dormir en mis piernas.

Hoy ha sido un día lluvioso y ha hecho un poco de frío. A esto le podemos sumar que tengo bastante sueño. Ayer me acosté bastante tarde y no dormí mucho. Ahora, no sé que tanto haya dormido Fluffy pero sospecho que durmió bastante más que yo. Eso es lo que hacen los gatos. Sin embargo, en el momento que vio que me senté en el sofá a escribir empezó a insistir con quererse subir sobre mis piernas a dormir.

¡Vaya que esta gato es persistente! Por lo menos lo bajé 7 veces y vez tras vez volvió a intentar trepar sobre mis piernas para tratar de dormir. Cómo les conté al principio de la historia, Fluffy no se da por vencido hasta conseguir lo que quiere. Claro, puede haber tomado medidas drásticas para contrarrestar su insistencia pero su cara de gato con botas de Shrek me ganó.

Así que después de la séptima u octava vez que lo bajé y que él se volvió a subir le di por ganada la batalla y lo dejé dormir sobre mis piernas. Pero eso sí, la siesta no le salió gratis. No olvidemos que yo quería escribir así que en el momento que se durmió el gato más perseverante del mundo se convirtió en una pequeña mesa sobre la cual puse mi laptop y empece a escribir estas palabras que están terminando de leer.

La gatita que quería escribir

Y entre cables, micrófonos, audífonos y computadoras se paseaba una gatita que quería escribir, al menos eso parecía que quería hacer. Silenciosa y elegante, como una modelo en pasarela, se paseaba en círculos como que si supiera que algo maravilloso iba a pasar. Parecía que quería escribir.

Y justo en ese momento me senté con mi computadora en el sofá y la gatita, sin perder su elegancia, poco a poco se acercó. Me miraba con ternura y luego clavó su mirada en el teclado en donde yo iba a escribir. Sé que los gatos no pueden escribir pero esta gatita parecía que quería escribir.

Unos segundos después, y sin dudarlo, Blue, la gatita protagonista de la historia de hoy escaló en el sofá y luego se subió sobre la computadora. Estaba determinada en escribir, o al menos eso creía yo. Bajó su cabecita y empezó a empujar contra el teclado. ¡No lo puedo creer!, me dije al verla. Esta gatita realmente va a escribir. Empujaba y empujaba contra el teclado sin darse por vencida hasta que tuve que mover la computadora para evitar que la botara.

Y fue en este momento que una gran desilusión cayó sobre mí. Blue no quería escribir. Lo que realmente quería era quitar la computadora de mis piernas para que ella pudiera dormir sobre mí. Así que con el corazón roto al ver que la gatita no quería escribir me senté con ella sobre mis piernas a esta historia escribir.

El miedo siempre es fantasía

La sensación de miedo siempre nace ante un evento imaginado que aún no ha ocurrido. No podemos sentir miedo de algo que ya pasó. Usualmente lo que ocurre es que hay un evento detonador que acontece, se asimila, se interpreta y se arman conjeturas e historias sobre qué podría pasar después. Son estas historias las que despiertan el miedo. Todo este proceso es subjetivo.

Nunca en la historia de la humanidad ha habido una persona que haya tenido miedo de algo que iba a pasar con 100% de probabilidad. El mundo no funciona así. No importa la circunstancia y cuántas veces se haya desenvuelto de la misma manera anteriormente, nadie puede predecir con total certeza lo que ocurrirá después.

Reconocer que a lo que se le tiene miedo es una historia creada por nosotros mismos es muy poderoso. Primero, podemos en todo momento escoger si queremos creer o no la historia. Lo hacemos todo el tiempo con todas las demás historias que escuchamos. Y segundo, también podemos reescribir la historia cuantas veces queramos. Después de todo, nosotros somos los únicos autores.

El miedo siempre es una fantasía.

El viejo que sabía de donde venían los fantasmas

Era un fin de semana como cualquier otro y parece ser que los eventos ocurrieron un domingo cerca de Semana Santa.

Como pocas veces sucedió, tres generaciones de la familia compartieron bajo el mismo techo. Un poco antes de la comida el abuelo empezó a explicarle a uno de sus nietos por qué no debía tenerle miedo a los fantasmas.

La explicación usual que se le da a los niños va algo como “los fantasmas no existen” o “los fantasmas son las almas de las personas que ya murieron y nos quieren visitar”. Pero la explicación que el viejo abuelo estaba por dar era muy diferente a esto. El realmente sabía que son los fantasmas y de dónde vienen.

“Cuando yo tenía tu edad”, le dijo a su nieto de 9 ó 10 años de edad, “había guerra y muchas personas murieron a mi alrededor. Realmente no podíamos salir mucho y no teníamos oportunidad de jugar. Lo único que podíamos hacer era escaparnos algunas noches a jugar pega pega en el cementerio detrás de la casa de mis papás.” Como es evidente al leer estas palabras, el viejo era muy directo y le pintaba la realidad de una manera bastante cruda a aquellos a su alrededor.

“Cuando corríamos entre las tumbas con todas nuestras fuerzas, podíamos ver los fantasmas levantarse de la tierra”, dijo aquel viejo antes los ojos incrédulos del niño que no lo podía creer.

La sinceridad y amor en la voz del abuelo le daba mucha seguridad al niño y aunque la historia pareciera aterradora, el niño quería saber más. “¿Y que hacían los fantasmas después de salir de la tierra?”, le preguntó.

“Nos perseguían, por supuesto”, fue la respuesta. “Mientras más rápido corríamos, más se pegaban a nosotros los fantasmas. No los podíamos dejar atrás.” Esto ya no le gustó al pequeño niño y se empezó a asustar. El miedo en sus ojos conmovió al viejo y en ese instante decidió terminar la historia y revelar su gran secreto.

“Pero no te preocupes”, le suplicó al niño con un ternura que nunca antes se había escuchado en su vos, “ahora te voy a decir de donde vienen los fantasmas”.

“Cuando las personas mueren y son enterradas, sus cuerpos se descomponen y con el tiempo sus huesos liberan algo que se llama fósforo. Claro, el fósforo es fosforescente y brilla en la noche. Cuando nosotros, o cualquier otra persona corre en un cementerio, el aire que generamos levanta ese fósforo en nubes fosforescentes que son lo que llamamos fantasmas y naturalmente nos siguen por qué mientras más corremos, más aire generamos.”

Este viejo realmente sabía de dónde vienen los fantasmas. Del la luz que emite el fósforo de los huesos de los difuntos. Hace mucho sentido.

Nunca nadie sabrá si aquel niño llegó a comprender realmente lo que su abuelo le explicó aquel domingo. Pero para mi, que ese día escuché a mi papá contarle esa historia a mi sobrino, me quedó clarísimo de donde vienen los fantasmas.

La travesura del mortero y la pasta de dientes

Habré tenido unos diez u once años de edad. Lo suficiente para haber aprendido a tenerle miedo a mi papá —lo escribo en tiempo pasado pues él ya murió. Él era my enojado.

Quemar “cohetes”, “canchinflines y ”morteros” son otras de las cosas que también había aprendido a esa edad. Lo que estoy a punto de relatarles asumo que ocurrió en un mes de diciembre pues el olor a pólvora y los recuerdos de las vacaciones del colegio pintan de alegría la memoria.

Lo recuerdo bastante bien. Al día siguiente íbamos a salir de viaje con la familia. Ya era tarde y la tradicional puesta del sol de fin de año ya estaba sobre él redondel al final de la cuadra en donde crecí.

— “Salí a jugar, tenemos cohetes y morteros para quemar!”, gritaban mis amigos desde afuera.

— “Mamá, ¿puedo salir?”, pregunté con timidez, sabiendo que la respuesta probablemente sería “no”. Mi mamá era —de nuevo en pasado pues ella también ya murió— una persona muy nerviosa y el hecho de que al día siguiente salíamos de viaje no iba a ayudar. No me equivoqué.

Pero los nervios de mamá me ayudaron. Estaba tan ensimismada con preparar los últimos detalles de nuestra salida que rápido me di cuenta que iba a poder salir sin que se diera cuenta. Decidí tomar el riesgo.

Así que unos minutos después ya estaba afuera en aquel redondel que me vio crecer. Sin permiso y a escondidas me uní a mis amigos a literalmente jugar con fuego. Y como bien lo dice el dicho popular, “el que juega con fuego, tarde o temprano se quema.”

Lo recuerdo tan claramente. La repetición me había hecho un poco más temerario. Nada malo me podía pasar. Empecé con “volcancitos”, luego seguí con los “canchinflines” y “cohetes” para finalmente graduarme a los “morteros”.

Todavía lo puedo ver en mi mano. Un triangulo de papel periódico con pólvora compactada con mucha presión en su centro. La mecha colgaba de un vértice del triángulo color rojo.

Así que prendí la mecha pero justo cuando lo iba a lanzar pasó un niño del vecindario en su bicicleta frente a mí. No sé si fue el miedo, instinto o una combinación de ambos pero verlo pasar me paralizó. Tan solo recuerdo ver la mecha encendida consumirse demasiado rápido y luego escuchar una ensordecedora explosión. Cerré los ojos y luego sentí el olor a pólvora. No quería abrir los ojos.

El dolor. En mi mano era tremendo. Era una mezcla entre ardor y el dolor tan característico de una quemadura. Abrí los ojos y voltee a ver. El mortero ya no estaba en mi mano. Había sido reemplazado por el rojo de la carne viva abajo de la piel de mi mano.

Esto era algo imposible de esconder —al menos eso pensaba yo en ese momento— así que decidí ir a casa, confesar la travesura y aceptar las consecuencias.

Mi mamá no lo podía creer. Tenía mucho miedo. Pero su miedo no tenía nada que ver con lo que le pasaba a mi mano, ella ya tenía un plan para arreglar eso. El miedo era cómo iba a reaccionar mi papá. Como ya les dije, era extremadamente enojado y aparte de todo, al día siguiente salíamos de viaje.

“Tu papá no puede saber de esto”, me dijo. “Si se entera nos mata a los dos”.

— “¿Pero qué vamos a hacer? Me duele mucho”, logré sollozar entre mis llantos. “¿Quién me va a curar?

— “No podemos ir al doctor por que tu papá se daría cuenta”, respondió mamá. “Así que yo te voy a curar. Yo sé que vamos a hacer. Te voy a echar pasta de dientes en la herida para que te deje de doler y empiece a cicatrizar.”

Honestamente les puedo decir que al día de hoy no tengo la más mínima idea si la pasta de dientes es algo que se usa para tratar las quemaduras. Lo único que sé es que el miedo que los dos sentíamos en ese momento era más grande que el dolor de mi mano y que el riesgo que mamá decidió tomar al curarme con un remedio casero.

Sea como sea, la pasta, 32 años después, parece haber funcionado. No dijimos nada y yo me aguanté el dolor durante todo el viaje. Pasé disimulando mañana tarde y noche. El viaje terminó y regresamos a casa. Mi papá nunca supo lo que pasó y mi mano no tiene cicatriz alguna que evidencie lo que sucedió.

Se podría decir que la historia del mortero y la pasta de dientes siempre estuvo entre mi mamá y yo. Hasta hoy.

El hombre que volvió a ver el color

Fueron tiempos de gran incertidumbre. Una época difícil en la que todo parecía una macabra historia pintada en tonos de gris. Los mercados estaban vacíos y las personas que vagaban por las calles iban cabizbajas sin una pizca de esperanza en su corazón. El pueblo entero, silencioso como un funeral, marchaba solemnemente hacia un final que no tenía qué ser.

Tanta destrucción y tristeza que se podía evitar. Las cosas no tenían por qué ser así. Es cierto, la incertidumbre se respiraba en el aire pero la situación no tenía por qué extirpar la vida y las ganas de luchar de toda una población. La mejor manera de combatir en contra de la incertidumbre no era la desesperanza. ¡Al contrario! El único camino hacia adelante era volver a ver el color.

“Cuando las cosas son inciertas y el camino a seguir es más gris de lo que quisiéramos, tenemos que dejar el miedo por un lado y empezar a actuar”, pensaba el único hombre del pueblo que todavía podía ver el color. Él era la última esperanza de aquel pueblo que ya se había dejado morir.

“Es maravilloso ver cómo una pequeña semilla con el paso de los siglos se convierte en un majestuoso roble que ni los más fuertes vientos pueden doblegar”, se decía a sí mismo. “Lo mismo sucede con la semilla de la incertidumbre sino se corta a tiempo y en la mente se deja crecer”, se volvió a recordar.

Así que con esos pensamientos en el corazón se levantó en cuerpo y espíritu. Dio el primer paso, sin importar si era en la dirección correcta, y siguió caminando. Con cada paso ganó fuerza y confianza. Con cada acción fue moldeando un poco más la incertidumbre y con su voluntad le dio forma a su destino. Con su entusiasmo contagió a sus compatriotas y juntos lograron salir adelante.

Todo volvió a estar bien gracias a un solo hombre que en la incertidumbre volvió a ver el color.

Todos pueden ser héroes. Hoy.

A lo largo de la historia de la humanidad siempre han habido momentos devastadores. Guerras, desastres naturales, plagas y otro sin fin de problemáticas que han requerido de héroes para ser superados.

Al leer “héroes” y “momentos devastadores” en la misma frase saltan muchos nombres rápidamente a la mente. Para mí algunos de estos nombres son: Marco Aurelio, Winston Churchill, Reina Isabela, Gandhi, Napoleon, Cleopatra, George Washington, Simon Bolivar, etc.

Cualquier persona que quiera saber un poco mas acerca de cómo estos grandes personajes vencieron los retos de sus tiempos solo debe buscar sus nombres en Google y listo. También puede comprar cualquiera de los cientos de libros que han sido escritos acerca de ellos.

Pero lo que el internet y los libros de historia han dejado olvidado por siempre –tal vez porque es algo imposible de registrar– son las historias de los millones de hombres y mujeres que han dado forma al mundo desde el anonimato.

Estas son las historias de los millones de almas que a su propia manera vivieron y murieron como héroes; cargando con valor y dignidad los pesos que la fortuna los destinó a cargar. Almas que nunca se rindieron y siempre lucharon por construir un mañana mejor. Almas a las que no les importó el precio que tuvieran que pagar por llegar a ver, como dijo Martin Luther King, Jr., “la tierra prometida”.

Todos estos millones de almas nos recuerdan que ser héroe no solo es liderar a tu país hacia su independencia; también es unir a tu familia y llenarla de felicidad. Ser héroe no solo es guiar a tu imperio a dominar el mundo; también es tomarte el tiempo de guiar a un niño por el camino del bien. Ser héroe no solo es darle esperanza y motivar a todo un país en tiempo de guerra; también es darle esperanza el desamparado que cree que el mundo está por acabar. Ser héroe no solo es pelear por los derechos y la libertad de tus compatriotas; también es actuar libremente y defender tus creencias sin importar lo que piensen los demás.

Estamos en un momento histórico en el cual el mundo que tendrá la humanidad mañana depende de cómo cada uno de nosotros se comporte hoy. Esto no está en las manos de los “líderes” políticos y los futuros héroes sobre los cuales algún día se escribirán libros. El pequeño mundo que cada uno de nosotros tiene a su alrededor necesita de lo mejor que tenemos en nuestro corazón.

No olvidemos ahora que todos pueden ser héroes. Hoy.

11 años de Google en 2 minutos [Video]

Google ha sido talvez la empresa más influyente en el Internet durante la última decada. Ha probado ser par mí, mis negocios y mis oportunidades un catalizador positivo muy importante. Simplemente amo todo lo que Google hace.

Así que le dedico este Post a Google, innovadores, pioneros y agentes de cambio. 

Los primeros 11 años de Google en dos minutos (desde una idea en Stanford hasta Google Wave, Android y StreetView):