Cuando la situación apremia, resolver se convierte en un imperativo. Esto es usualmente cierto, aún cuando aún no se sabe cómo resolver la situación. En estos momentos, encontrar una solución se vuelve más importante que entender el problema.
Lo paradójico es que para poder encontrar una solución primero se debe entender cuál es el problema que se quiere resolver. La única manera de poder resolver un problema que no se entiende a fondo es contar con una cantidad desmesurada de suerte. En eso no se puede depender.
Todo esto me lleva a recordar un examen que hice en el colegio. Recuerdo que prácticamente todos sacamos una nota de cero. El examen era largo, muy largo. Nadie lo pudo terminar. Ya ni recuerdo de qué materia era. Lo que sí recuerdo fue la explicación que nos dio el profesor de por qué todos sacamos cero.
Empezó por preguntarnos si alguien había leído las instrucciones al inicio del examen. Toda la “manada” de mentirosos respondimos que sí. Y en esa mentira estaba el gran cero que todos nos merecidamente nos ganamos.
Después de hacernos la pregunta leyó en voz alta las instrucciones que nadie había leído. Las instrucciones claramente decían que no se respondiera ninguna pregunta exceptuando la última (la cual nadie llegó a responder).
El examen era ridículamente largo precisamente para que nadie llegara a esa ultima pregunta. Resulta ser que todas las demás preguntas solo eran señuelos, distracciones. Ninguna de ellas era el problema que realmente había que resolver. ¡Cuánto esfuerzo desperdiciado tratando de resolver el problema equivocado!
Para rematar, la última pregunta era tan fácil de responder. Si tan solo hubiéramos entendido cuál era el problema que teníamos que resolver. Pero no, todos empezamos a buscar una solución sin antes entender cuál era el problema que realmente había que resolver.
Recapacitando, nos ganamos ese gran cero que nos pusieron pero que gran lección la que recibimos.