La vida cambia y nosotros cambiamos con ella. Los niños crecen y, mientras algunas personas mueren, otras nacen. Nada permanece igual, ni siquiera por un solo día. Y aún así, nos cuesta tanto aceptar el cambio. Vaya que nos gusta pelear.
Pareciera ser que hay algo en nuestro ser que está adicto a la ilusión de certeza y permanencia que nuestro cerebro perpetuamente crea una y otra vez. Estamos tan metidos en esta falsa narrativa que incluso cuando todo cambia cada uno de nosotros sigue luchando por seguir encadenado a sus antiguas maneras de ser. Es como que si el dolor más grande que pudiéramos experimentar es aceptar que todo cambia. Esta no es la manera más sana de vivir.
Todos tenemos nuestras propias estrategias para no lidiar con el cambio, siendo la menos utilizada de ellas, aceptarlo abiertamente. Todas estas estrategias son, de una manera u otra, una negación de la realidad. Seguirlas utilizando es querer pelear contra una fuerza inevitable que siempre nos ganará. No tiene sentido pelear contra aquello que nadie puede derrotar.
Si algo ya cambió, la mejor manera de manejarlo es cambiando nosotros también. Lidiar con algo que ya cambió queriendo seguir siendo iguales es como querer usar los zapatos que usábamos cuando teníamos un año. Nosotros cambiamos, los zapatos siguen iguales. Cuando una parte cambia y la otra no, se pierde la magia de la interdependencia y la resistencia destruye cualquier oportunidad de harmonía y crecimiento.
El cambio no es para nada malo. Es más, es la naturaleza del mundo en que vivimos. Nosotros mismos también cambiamos todo el tiempo. No conozco a nadie que siga siendo la misma persona que era hace 5 años. Nuestras ideas y manera de ver el mundo cambian. Nuestras destrezas se multiplican y con el tiempo ganamos mucha experiencia. Lo queramos o no, siempre estamos en constante movimiento. La pregunta es, ¿Queremos dejarnos llevar o queremos que nos arrastren?
Todo lo que tenemos que hacer para llevar nuestras vidas al siguiente nivel es dejar de pelear y aceptar el cambio.